Prólogo
Libro I Capítulo I
VEINTICUATRO DE JULIO. VIGILIA DE SANTIAGO
Lección de laEpístola de Santiago Apóstol. Santiago siervo de Dios y de nuestro Señor JEsucristo, a las doce tribus de la dispersión, salud, etc.
Sermón de San Beda, el venerable presbítero.
Libro I Capítulo II
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- Todos los próceres celestiales acuden aprisa
- A las reales bodas; llegan formando coro.
- Acompañado del vuelo de Pablo el juriconsulto,
- Corre el primero Pedro desde la augusta Roma,
- Van juntamente a las fiestas llevando sus dones aquellos
- Cuyas cenizas guarda la capital del orbe,
- Cima apostólica centelleante de luz que se esparce.
- Y la famosa Acaya manda también a su Andrés.
- Efeso la venerable a su Juan, por sus méritos alto.
- Jerusalén excelsa manda a Santiago el Menor
- El que recuerdan las gentes, Santiago el de Zebedeo,
- Desde el país gallego a las estrellas sube.
- Saca a Felipe la santa Hierápolis, leda en sus votos.
- Saca Edesa a Tomás como piadosa ofrenda.
- Trae de lejos a Bartolomé triunfante dla India;
- Al singular Mateo la alta Nadaver trae.
- Persia alegre a Simón y a Judas, luceros gemelos,
- Desde su seno abierto hacia los astros manda.
- De las diversas partes del mundo concurren, y todos
- Forman en larghas filas en el cortejo real.
- Y entran, primaverales de luz estelar, por las puertas
- De la ciudad celestial, que los recibe feliz.(48)
Libro I Capítulo III
BENDICIONES DEL PAPA CALIXTO A LAS LECCIONES DE SANTIAGO
Libro I Capítulo IV
ACABA EL PROLOGO, EMPIEZA LA PASIÓN.
EL DÍA 26 DE JULIO, SEGUNDO DE LA OCTAVA DE SANTIAGO, SE CELEBRA EL OFICIO DE LA SOLEMNIDAD DE SAN JOSÍAS MARTIR Y A LA VEZ DE SANTIAGO, Y SE LEE ESTE EVANGELIO.
Sermón del San Jerónimo(1), doctor, sobre esta Lección. Al considerar las venerandas solemnidades apostólicas, amadísimos hermanos, vamos a ver de llevar a vuestros corazones con nuestra exposición esta lección evangélica. Benigno y misericordioso nuestro Señor y Maestro, no regatea su virtud a sus siervos y discípulos, sino que como El mismo había curado toda enfermedad y toda dolencia, así concedió también a sus apóstoles poder para curar toda dolencia y toda enfermedad. Pero hay gran distancia entre el tener y el conceder, entre el dar y el recibir. Todo lo que El hace lo hace con potestad de Señor; ellos si hacen algo confiesan su impotencia y la virtud del Señor al decir: «En el nombre de Jesús levántate y anda». Y debe observarse que se concede a los apóstoles poder milagroso hasta el duodécimo lugar. «Los nombres de los doce apóstoles son éstos». Se da la lista de los apóstoles para que sean excluidos de entre ellos los futuros seudoapóstoles. «El primero Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano». Su orden y el mérito de cada cual sólo podía repartirlos Aquel que penetra los secretos del corazón. Figura el primero Simón, el que tenía por sobrenombre Pedro para distinguirlo del otro Simón, llamado el Cananeo por la aldea de Caná de Galilea, donde el Señor convirtió agua en vino. También llama a Santiago el de Zebedeo, porque viene luego otro Santiago de Alfeo, y asocia a los apóstoles por parejas. Une a Pedro con Andrés, su hermano más que por la carne por el espíritu; a Santiago y a Juan, porque dejando a su padre corporal siguieron al verdadero Padre; a Felipe y a Bartolomé, a Tomás y a Mateo el publicano. Los demás evangelistas ponen en la serie de los nombres a Mateo antes que a Tomás y no le dan el sobrenombre de publicano para que no parezca que le insultan recordando su antigua profesión. Mas él, como hemos dicho, se pone detrás de Tomás y se llama el publicano, para que «donde abundó el pecado sobreabundase la gracia». Simón el Cananeo es el mismo que en otro evangelio es llamado el Celador, porque Caná se traduce por celo. Y del apóstol Tadeo cuenta la Historia eclesiástica que fue enviado a Edesa al rey Abgaro de Osroene, y el evangelista San Lucas le llama Judas de Santiago y en otro lugar es llamado Lebeo, que se traduce por corazoncito. Y hemos de creer que tuvo tres nombres, como Simón Pedro y los hijos de Zebedeo fueron apellidados Boanerges por la firmeza y magnitud de su fe. En cuanto a Judas Iscariote, tomó el sobrenombre o de la aldea en que nació o de la tribu de Isacar, como si hubiera nacido con cierto vaticinio de su condenación, porque Isacar se traduce por paga, para significar el precio de la traición.
Lección del Santo Evangelio según San Mateo. En aquel tiempo, seis días después, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte a un alto monte, y se transfiguró ante ellos, etc.
DÍA 28 DE AGOSTO, CUARTO DE LA OCTAVA DE SANTIAGO APÓSTOL
Ssermón del santo papa Calixto sobre esta Lección. La gran solemnidad de hoy del Apóstol Santiago el de Zebedeo, patrón de Galicia, nos advierte, carísimos hermanos, que en estos días nuestra lengua no debe cesar en divinas palabras ni la mano en limosnas. Así, pues, la faz del Señor que se dirige a Jerusalén significa la gracia del Espíritu Santo, con la que Dios ilumina piadosamente a sus santos, que por su fe y sus obras van a la Jerusalén celestial. Pues como el hombre vuelve su rostro hacia donde mira, así Dios a los que mira les otorga su gracia. Esta faz del Señor llena de gracia deseaba ver un día el divino vate cuando decía: «Muéstranos, Señor, tu faz y seremos salvos». Nos mostró el Señor su faz cuando expuso ante todos la humana carne que tomó en la Virgen por nosotros. Entonces fue visto en la tierra y conversó con los hombres. Y como el Señor se dirigió resueltamente a Jerusalén, así debemos afirmar con fe y obras nuestra plena intención de ir a la Jerusalén celestial. Pero si queremos entender qué significa lo que había en la faz del Salvador, a saber: la boca, la nariz, los ojos; la boca, en la cual habla la lengua, representa a los predicadores de la Iglesia, por los cuales habla el Espíritu Santo según quiere. Por eso la misma Verdad dice en el Evangelio a sus discípulos: «No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo el que habla en vosotros». Y dice por medio del Salmista: «Abre tu boca y yo te la llenaré». Y en otra parte: «Oiré lo que me hable el Señor Dios». Con la nariz se indica la perseverancia en las buenas obras. Y bien se entiende representada por la nariz la perseverancia en el bien obrar, porque como por ella entra en el cuerpo humano todo olor delicado, así por la perseverancia en las buenas obras los fieles de Cristo son recibidos como un grato aroma en las celestiales moradas, donde se reúnen con el cuerpo del Señor, pues quien persevere hasta el fin se salvará. De éstos dice San Pablo como de un buen olor: «Somos para Dios buen olor de Cristo en todo lugar». Y dice el profeta: «Aspiró el Señor el suave olor y los bendijo». Pero en la flema que por la nariz sale del cuerpo están simbolizados los herejes, a quienes el Señor procura eliminar como flema de la comunión de su cuerpo y de su Iglesia. Por eso dice así por medio de San Juan al infiel: «Porque eres tibio, voy a vomitarte de mi boca». Y de éstos dice la voz del apóstol: «De nosotros salieron, pero no fueron de nosotros». Con los dos ojos del Salvador se expresan los dos preceptos de la caridad que debemos ejercitar, es decir, para con Dios y para con el prójimo. Y como el ojo contiene siete túnicas y tres humores, representa muy bien los siete dones espirituales y las tres personas de la Santísima Trinidad, con que el Señor llena los corazones de los que le sirven. La pupila del ojo simboliza principalmente a los apóstoles y predicadores de la verdad, de los cuales dice el Señor mismo: «Quien os toca, toca la niña de mis ojos». Y dice el Salmista: «Guárdame como a la niña de tus ojos». Que los ojos del Señor simbolizan los siete dones del Espíritu Santo, de los cuales llena a sus fieles, lo afirma San Juan en su Apocalipsis diciendo: «Vi un cordero como degollado que tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios, enviados a toda la tierra». Estos siete dones espirituales se comparan justamente con los cuernos, porque como el novillo o el carnero pegan y hieren con sus cuernos a los animales extraños y enemigos y los rechazan, así estos dones espolean los corazones de los justos a la penitencia y arrojan de ellos los pecados. Estos son aquellos cuernos de que en las solemnidades de los apóstoles canta muy bien la Iglesia de los fieles por medio del Salmista diciendo: «Se exaltará el poder (los cuernos) del justo». Se dice que se exalta el poder del justo, porque los apóstoles del Señor, justos y llenos de aquellos dones, son en la tierra honrados con milagros de Dios y exaltados sobre todos en el reino celestial, como lo afirma el Salmista en otro lugar diciendo: «Cuán honrados han sido tus amigos, ¡oh Dios!». Igualmente se comparan con los ojos estos dones espirituales, porque como los ojos alumbran al cuerpo y le guían por el sendero recto, así estos dones iluminan el alma y la llevan hasta el reino de los cielos. Estos son aquellos ojos segurísimos de los cuales dice el Salmista: «Los ojos del Señor están sobre los justos». Sobre los justos se dice que están los ojos del Señor, porque a quienes el Señor mira con misericordia los enriquece y conforta con aquellos siete dones. Estos siete ojos afirma Daniel que los vio el en una piedra, esto es, en Cristo, diciendo: «En una piedra vi siete ojos». Y a su vez de estos siete dones dice el profeta Isaías: «Agarrarán siete mujeres a un varón en aquel día». Siete mujeres agarraron a un varón, porque los siete dones espirituales llenaron al Hijo de Dios Padre. Dones que bellamente se comparan con mujeres, porque como la mujer nutre dulcemente al niño con sus pechos, así estos dones nutren diligentemente el cuerpo y el alma del justo. Porque ellos son las dulcísimas ubres que ha tenido en el pecho de su único cuerpo la madre Iglesia, de las que para todos nosotros mamó la leche de la divina palabra. Ubres de la Iglesia de las que ha dicho el Sabio: «Mejores son tus pechos que el vino, olorosos de ungüentos delicados». Y de nuevo dice el mismo Sabio en otra parte acerca de estos dones: «La sabiduría se ha edificado una casa, ha labrado siete columnas, ha inmolado sus víctimas, mezclado vino y preparado su mesa, y ha enviado a sus doncellas a invitar a la ciudadela y a las murallas de la ciudad». «La sabiduría se edificó una casa y erigió en ella siete columnas, porque el Hijo de Dios, que es la sabiduría del Padre, fundó su Iglesia y la embelleció con estos siete dones. Muy bien comparados con columnas están estos dones, porque como el palacio de un rey se apoya en columnas, así el justo en medio de las adversidades del mundo y prosperidades se guía por estos dones celestiales. La sabiduría inmoló sus víctimas, porque el Hijo de Dios suspendió por nosotros en la cruz la víctima de la salvación, o sea su cuerpo. También mezcló el vino la sabiduría, porque el Hijo de Dios vertió por nosotros en la cruz su propia sangre, con que lavó nuestras culpas. La sabiduría preparó su mesa porque el Unigénito de Dios dispuso en las iglesias su santo altar, donde la congregación de los fieles suele recibir el cuerpo y la sangre de Aquél para remisión de sus pecados. Envió la sabiduría a sus doncellas a invitar a la ciudadela y a las murallas de la ciudad, porque el Hijo de Dios envió por el mundo a sus apóstoles y doctores para que llamasen a las gentes no sólo a la verdadera ciudadela del reino de los cielos, sino también a las murallas de la ciudad, o sea a las celestiales virtudes del alma, a saber: a la fe, esperanza y caridad, humildad, obediencia y perseverancia». También dice de estos dones Isaías: «La luz del sol será siete veces mayor, como la luz de siete días». Fue la luz del sol siete veces mayor, como la luz de siete días, porque Cristo nuestro Señor, que es la verdadera luz del Padre, brilló en el mundo en esta séptuple forma. Y a la manera que el sol con sus siete rayos alumbra al mundo, así el Unigénito de Dios Ilumina con estos siete dones a los justos. Y justamente se comparan con los días del año los siete dones del Espíritu Santo, porque como el año gira sobre siete días, así el justo abundando en estos dones celestiales avanza e virtud en virtud hasta las alturas del cielo. Este es séptimo año, en el que la antigua Ley ordena que el siervo hebreo sea libertado, diciendo: «Si comprares siervo hebreo, te servirá por seis años y al séptimo marchará libre gratis». Se manda que el siervo lo sea por seis años, porque el género humano desde el principio hasta Cristo sirvió a los demonios adorando a los ídolos, pero al séptimo, o sea en Cristo, se hace libre creyendo. Y bien se entiende el Hijo de Dios por el año séptimo, porque según el año séptimo se cumple con el número de siete años, así Cristo nuestro Señor está lleno con el número de los siete premios espirituales. Y de nuevo expone Isaías más claramente estos siete dones espirituales diciendo: «Y reposará sobre El –o sea sobre Cristo- el Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y le llenará el espíritu de temor del Señor». Los siete caracteres de este Espíritu se llaman con razón dones y no lucros, porque se prodigan a los justos no a precio de dinero de la tierra, sino por gracia divina. Pues así dice el Señor a sus discípulos acerca de estos dones: «Gratis lo habéis recibido, dadlo a todos gratis». Muy bien dicho está que el Espíritu Santo, que trabajó en los pecadores para llamarlos de nuevo al camino de la verdad, descansó plenamente en Cristo al hallarle sin mancha de pecado. Descansó en El, porque a nadie encontró sin contagio de culpa fuera de El. Y como en los hombres malos se dice que el Espíritu Santo trabaja y sufre, rectamente afirma de El Isaías: «Detesta mi alma vuestras calendas y vuestras festividades; se me han hecho pesadas, he sufrido soportándolas». Y dice el Salmista: «El pecador irritó al Señor». Y que descansa en los buenos lo atestigua el propio Espíritu por medio del Sabio cuando dice: «En todos busqué descanso y moraré en la heredad del Señor». Y que el Unigénito de Dios es la heredad del Padre lo afirma el Salmista diciendo: «El Señor es la parte de mi heredad». Como si dijera el Sabio por la persona del Espíritu Santo: «Como busqué descanso en todos y no lo hallé, por eso en la heredad del Señor –o sea en Cristo- he hecho una parada tranquila». Por eso dice el mismo Señor por medio del profeta: «¿Sobre quién descansa mi espíritu, sino sobre el humilde, pacífico y temeroso de mis palabras?». De manera que cuando dice Isaías que sobre El descansará el Espíritu del Señor, pone de manifiesto la Trinidad y la unidad. Cuando dice sobre El, indica la persona de Cristo. Cuando habla del Espíritu, señala la persona del mismo Espíritu Santo. Cuando dice del Señor, indica la persona del Padre. Pero cuando afirma que reposará sobre El, es decir, sobre el Hijo de Dios, el Espíritu del Señor, enseña que la unidad de las personas está completa en Cristo. Porque es del mismo Cristo de quien dice San Pablo: «En el que habitó la plenitud de toda la divinidad corporalmente». Puede preguntarse por qué siendo uno solo el Espíritu del Señor nombra Isaías cinco veces al espíritu. Porque dice así: «Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría, espíritu de consejo, espíritu de ciencia, espíritu de temor». Mas no repite el profeta los espíritus porque sean muchos, sino porque siendo uno y el mismo Espíritu tiene muchos oficios. Pues como lo enseña la autoridad apostólica hay un solo Espíritu y una sola fe y un solo bautismo. Pero reúne en sí este único Espíritu toda la virtud de la sabiduría divina y además la virtud de toda la inteligencia divina e igualmente la virtud de todo el buen consejo y el poder de toda la fortaleza, de toda la ciencia, de la piedad y del temor. De nuevo puede preguntarse si este Espíritu lo recibió el Unigénito de Dios cuando en el Jordán se apareció sobre El en figura de paloma y se oyó la voz del Padre o si lo tuvo antes. Lo cual se resuelve así: El Hijo de Dios, que es siempre un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo, nunca existe sin el Espíritu Santo que es el mismo Espíritu. Y no lo recibió entonces, sino que el Espíritu Santo se manifestó sobre El en figura de paloma para que las gentes al ver y oír esto creyesen en El, como dio testimonio el Padre cuando dijo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadle». El cuerpo humano de Cristo recibió el Espíritu Santo cuando el Hijo de Dios, que antes de todos los siglos había sido engendrado inefablemente por el Padre, esto es, Dios verdadero procedente del verdadero Dios, luz de la luz, consustancial con el Padre, tomó cuerpo en la Virgen, como ya se lo anunció a ella el ángel diciéndole: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra». En el Jordán descendió el Espíritu Santo, que nunca se aparta del Padre y del Hijo, sobre Cristo, y en la Virgen descansó en El. Así, pues, el espíritu de sabiduría descansó plenamente en el Hijo de Dios cuando este mismo Hijo, en unión del Padre y del Espíritu Santo, creó con su inefable sabiduría los cielos y los ángeles para servirle, como dice el Salmista: «Hiciste todas las cosas sabiamente». El espíritu de entendimiento descansó en El cuando para cubrir el puesto de los ángeles perdidos hizo al hombre con su incomprensible inteligencia. Porque El entendió todo lo futuro y oculto, lo pasado y lo presente. En El descansó el espíritu de consejo cuando El, que es mensajero del gran consejo, tomó carne humana en la Virgen para llamar de nuevo al hombre perdido al reino de los cielos. Además es consejero de todos los bienes. En El descansó el espíritu de fortaleza cuando el mismo Unigénito de Dios, fuerte león de la tribu de Judá, raíz de David, venció al diablo con su inflexible poder por virtud de su santa cruz y lo arrojó del mundo diciendo: «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera». De cuya fortaleza dice el Salmista: «Vistióse de poder el Señor y se ciñó de valor». Y en otro lugar: «¿Quién es ese rey de la gloria?». Y le responde el Espíritu Santo diciendo: «El Señor fuerte y poderoso, el Señor poderoso en el combate». Asimismo reposó en El el espíritu de fortaleza cuando despojó a los infiernos y resucitó vencedor de entre los muertos. El espíritu de ciencia descansó en El cuando supo ascender a los cielos de donde había descendido. Como dice el mismo Padre por boca del Salmista: «He resucitado y estoy aún contigo. Admirable se ha hecho tu ciencia por mi causa, se ha reforzado». De aquí que diga el profeta: «Lejos de vuestra boca la arrogancia, porque Dios de las ciencias es el Señor». Dios de las ciencias fue el Señor cuando proveyó a sus apóstoles de toda ciencia de las Escrituras y de todo género de lenguas. Y también se dice que descansa en El el espíritu de toda ciencia, porque se le tiene por maestro no sólo de las siete artes, sino también de la Ley antigua y de la nueva y aun de todas las cosas de la tierra y del cielo, como lo demostró El mismo cuando en la sinagoga abrió el libro de Isaías y comenzó a leer diciendo: «El Espíritu del Señor descansa sobre mí, porque El me ha ungido». Y decían admirados los judíos: «¿Cómo sabe de letras no habiendo estudiado?». Y afirma así el Salmista en su nombre: «He llegado a saber más que todos los que me enseñan». Y el Sabio admirando su ciencia: «¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y de la ciencia e Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!. Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor o quién fue su consejero?». El espíritu de piedad descansó en El, porque en el día de Pentecostés llenó a sus apóstoles de su inefable dulzura, amor, clemencia, mansedumbre, paciencia y santidad. Y también estaba lleno de espíritu de piedad cuando decía: «Al que viene a mí yo no le echaré fuera». Y aquello otro: «El que creyere y fuere bautizado se salvará». Y aquello a Pedro: «No te digo, Pedro, siete veces, sino hasta setenta veces siete». Grande e indecible clemencia nos demostró nuestro clementísimo Salvador cuando después de caer en el pecado nos concedió volver a recobrar la salvación por medio de los gemidos de la penitencia. El espíritu de temor le llenó, porque en el día del juicio final aparecerá el Señor manso para los justos y terrible para los injustos, y a su llegada no sólo temblarán los impíos, sino también los ángeles y arcángeles. Por eso dice el Salmista: «Témale toda la tierra».
Estos dones espirituales nadie dude de haberlos recibido de Dios en el bautismo. Así lo dice el Apóstol: «A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a las alturas, llevó cautiva a la cautividad, repartió dones a los hombres». Estos son aquellos premios del Señor, venerandos, sacrosantos, más altos que todos los demás, grandes e inefables, con que El enriqueció a los profetas y apóstoles y a todos los elegidos que fueron desde el principio del mundo hasta aquí, y con los que si por nuestras buenas obras fuéremos enriquecidos, seremos arrancados e los vicios, adornados de todas las virtudes, honrados en todas las cosas, inmunizados a los demonios, laureados en el reino celestial con una brillantísima corona. Todo el que cree, pues, que los cielos y los ángeles y los hombres fueron creados por Dios, y que por nosotros el Hijo de Dios nació, padeció, resucitó y subió a los cielos, si persevera en las buenas obras, posee sin duda estos dones espirituales.
Pero contra estos siete espirituales dones hay siete vicios que se oponen al hombre. Pues hay una sabiduría buena y otra mala, y un entendimiento bueno y otro malo, y un consejo bueno y otro malo, y una fortaleza buena y otra mala, y una ciencia buena y otra mala, y una piedad buena y otra mala, y un temor bueno y otro malo. De la buena sabiduría dice el Sabio: «Toda sabiduría viene del Señor». Y de la mala dice el Apóstol: «La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios». Y el profeta: «Son sabios para hacer el mal, pero no saben hacer el bien». Y otra vez dice el Señor por el profeta: «Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudentes». Por eso todo el que considera con toda su alma los misterios celestiales y medita cómo gradar a Dios en todas las cosas, posee sin duda la verdadera sabiduría. Pero el que piensa en lo que no debe pensarse, es decir, en hacer mal, éste lleva en sí la sabiduría mala. A su vez del buen entendimiento dice el Salmista: «Bienaventurado el que piensa en el necesitado y en el pobre». Y en otro lugar dice el mismo del entendimiento malo: «El impío no se cuida de ser cuerdo y obrar bien; en su lecho maquina iniquidades, emprende caminos no buenos y no aborrece el mal». Así, pues, cuando uno lleva a cabo con sus obras el bien que comprende con su mente, posee sin duda buen entendimiento. Mas el que realiza con sus obras el mal que con su mente concibe, éste incurre en el pecado de entendimiento malo. También acerca el buen consejo se dice por el Salmista: «En el consejo y congregación de los santos grandes son las obras del Señor». Y del mal consejo dice el mismo: «Bienaventurado el varón que no anda en consejo de impíos». Y en otra parte: «El Señor anula l consejo e las gentes». Por tanto, quien procure consagrarse a las buenas obras y a que sus prójimos se corrijan de sus malas acciones y se ejercitan en las buenas, éste posee sin duda espíritu de buen consejo. Y el que busca la manera de que su prójimo o él mismo obren mal, éste ha caído en espíritu de consejo maligno. A su vez de la buena fortaleza ha dicho el Sabio: «Fuerte es el amor como la muerte». Porque como la muerte separa el alma del cuerpo, así el amor divino aparta al hombre de los vicios del mundo y lo une a Dios. De la mala fortaleza ha dicho en cambio el profeta Job: «Su fuerza están en sus lomos y su vigor en el centro de su vientre». Así, pues, todo el que se mantiene firme contra los vicios de la carne y paciente frente a todas las adversidades, está en verdad lleno de espíritu de buena fortaleza. Mas el que persiste en un lenguaje depravado o en la rapacidad o en el hurto o en la embriaguez o en el juicio torcido o en el homicidio o en otras malas acciones, está lleno de espíritu de fortaleza mala. Asimismo de la buena ciencia dice el Apóstol: «En ciencia, en longanimidad, en suavidad, en el Espíritu Santo conviene servir a Dios». Y de ciencia mala estaban llenos aquellos que dijeron a Dios, según en el libro e Job está escrito: «Apártate lejos de nosotros, no queremos saber de tus caminos». Quien, pues, conoce los mandatos del Señor y los cumple en sus obras, éste tiene sin duda espíritu de buena ciencia. Pero el que los conoce y rehúsa el cumplirlos, éste tiene lleno de ciencia mala su corazón, como dice la Escritura: «Al que sabe hacer el bien y no lo hace se le imputa a pecado». Pues el siervo que conoce la voluntad de su Señor y no la cumple será azotado. Y es mejor no conocer el camino de la verdad que apartarse de él después de conocerlo. Espíritu de buena piedad tenía San Pablo cuando decía piadosamente por compasión al prójimo: «¿Quién desfallece que no desfallezca yo?». Por el espíritu de falsa piedad fue vencido Helí, que no quiso castigar a sus hijos delincuentes con la vara de la justicia. Por eso ante el severo Juez se atrajo sobre sí mismo y sus hijos una terrible condena. Pues los hijos de Helí, Ofni y Finees, quitaban por la fuerza carne cruda de los sacrificios y la comían, y dormían con las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo. Por tal pecado fueron muertos en lucha con los filisteos y el arca del Señor fue apresada, y Helí al oírlo cayó de la silla en que estaba sentado hacia atrás y murió desnucado. Así, pues, todo el que ayuda cuanto puede a sus prójimos en todas sus necesidades, está lleno de espíritu de buena piedad. Mas el prelado de la Iglesia o el juez que no quiere aplicar la vara de la justicia a sus súbditos culpables, ganado por dinero o por afecto hacia ellos, éste en verdad se mueve por espíritu de piedad falsa. Asimismo acerca del buen temor dijo el Sabio: «Quien teme a Dios obrará bien». Y del mal temor dice el Apóstol: «No los temáis, antes glorificad a Cristo en vuestros corazones». Y el Señor dice en el Evangelio: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no la pueden matar». Por tanto, quien teme a Dios de modo que persevera en el bien obrar, está lleno de espíritu de buen temor y en la vida futura se salvará, como lo dice el Sabio: «Al que tema a Dios le irá bien en sus postrimerías, y el día de su fin hallará gracia». Mas el que teme a los impíos hasta apartarse de la fe o del bien obrar, se deja en vano dominar por el espíritu del temor inútil.
Como siete son estos premios o dones, siete salmos especiales suelen cantar en penitencia los justos contra los siete reprobables vicios. Estos siete dones espirituales se asemejan a las siete peticiones de la oración dominical. Pues dice así el Señor en el Evangelio de San Mateo: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre». A esta primera petición se asemeja el espíritu de buena sabiduría, porque todo el que reconoce que tiene a Dios por Padre en el cielo y pide que este nombre que recibió él en el bautismo sea santificado por sus buenas obras, está extraordinariamente lleno del espíritu de sabiduría divina. «Venga a nos el tu reino». Con esta segunda petición es bien comparable el espíritu de entendimiento, porque quien cree y espera que ha de reinar después de la resurrección de los muertos en el eterno reino de Dios, está lleno de espíritu de entendimiento divino. «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Muy bien se compara con esta tercera petición el espíritu de buen consejo, pues entre la voluntad del Señor y su consejo o intención no hay diferencia alguna. Y todo el que pide que así como la voluntad del Señor se hace en el cielo entre los ángeles buenos se haga también entre los hombres en la tierra, está admirablemente lleno de espíritu de consejo divino. «El pan nuestro de cada día dánosle hoy». A esta cuarta petición se parece mucho el espíritu de divina fortaleza, porque como el pan corporal fortifica el cuerpo, así el pan del Espíritu Santo confirma en las buenas obras al hombre que obra bien, con su indefectible virtud, y le da fuerza contra las debilidades de la carne. Y el que contra las debilidades de la carne se mantiene fuerte, será saciado con el celeste pan de la vida eterna. «Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Con esta quinta petición, o sea con el perdón de los pecados, tiene plena semejanza el espíritu de la ciencia, pues así como sabemos perdonar a los que pecan contra nosotros, por el mismo saber creemos que a nosotros también se nos perdonará. Bien a sabiendas obra el que perdona a los que pecan contra él para que Dios le perdone. «Y no nos dejes caer en la tentación». A esta sexta petición se compara exactamente el espíritu de piedad, porque a quien el Señor guarda de las tentaciones de la carne y del demonio le mira compasivamente con los ojos de su piedad. Por esto debemos rogar a Dios que nos libre de toda tentación con su inefable clemencia para que le sirvamos siempre alegres y desembarazados de todos los peligros. «Mas líbranos de mal». Con esta séptima petición es bien comparable el espíritu de temor, porque el temor de Dios y la libertad de penitencia son dos compañeros parecidos que conducen al hombre derechamente al reino celestial. Pues el espíritu de temor lleva al hombre a la libertad de penitencia y esta libertad le coloca en los reinos celestiales. Por tanto, pues, el hombre que compungido de temor de Dios reprime sus vicios, consigue liberarse de todos los males. Y por esto debemos implorar a Dios que nos llene de dichos siete dones celestiales y con ellos nos libre de todo mal.
Adecuadamente continúa: «Y envió el Señor delante de sí como mensajeros suyos a Santiago y a Juan». Los dos mensajeros que envió el Señor aluden a la doble caridad o amor que debemos ejercitar, a saber: para con Dios y el prójimo, y representan los dos coros de predicadores que el Señor envió a los judíos, es decir, a los apóstoles y a los profetas. De los cuales dice San Pablo: «Y el propio Señor dio a unos ser apóstoles y a otros profetas». Mas con todos ellos no se convirtieron los judíos, como lo afirman la antigua Ley y el Apóstol diciendo: «Porque en lenguas extrañas y con labios extranjeros hablaré a este pueblo y ni así me escucharán, dice el Señor». Pues habla así el Señor por Isaías: «En una lengua extranjera hablará a este pueblo». Y agrega poco después, porque no quisieron oír: «Y ahora les dirá el Señor: Manda remanda, manda remanda, espera reespera, espera reespera, un poco aquí, un poco allí, para que anden y caigan de espaldas y queden quebrantados y cogidos en el lazo y presos». Al decir cuatro veces manda y otras tantas espera y dos un poco indica las cuatro clases de mensajeros, a saber: Moisés el legislador, los profetas, el propio Hijo de Dios y los apóstoles, que envió el Señor a los judíos en los dos tiempos, de una y otra Ley, representados por el doble un poco, para que se apartasen de sus errores y entrasen en la fe, y ni aún con todos ellos se convirtieron. Lo de «para que anden y caigan de espaldas y queden quebrantados y cogidos en el lazo y presos», anuncia la confusión que caería sobre ellos, pues si persistían en su áspera infidelidad, no sólo serían cogidos en los lazos de sus impiedades, sino también en las llamas infernales. También el decir dos veces un poco puede entenderse moralmente por los dos tiempos, de la juventud y de la vejez, en los cuales si el hombre miserable no quiere retirarse de sus fechorías, poco es sin duda lo que en esta mísera vida permanece, pero demasiado largo lo que en los tormentos sin término del tártaro ha de estar enredado y presos.
«Y caminando entraron en una ciudad de los samaritanos para pararse allí. Y no le recibieron, porque tenía cara de dirigirse a Jerusalén». Los samaritanos, que se traducen por guardianes y que no quisieron recibir a los apóstoles, representan a los judíos a quienes dio el Señor la Ley para guardarla, mas no quisieron ni observar la Ley ni recibir la gracia del bautismo. Por eso les dijeron los apóstoles: «A vosotros os habíamos de decir primero la palabra de Dios; mas puesto que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles». Y esto es lo que se dice en el último versículo: «Y se fueron a otra aldea». Esta otra aldea donde son recibidos los discípulos alude al pueblo de los gentiles, que acogieron la palabra de Dios al rechazarla los judíos. Así, pues, la gracia que los judíos repugnaron la recibieron los gentiles, porque así fue un día predestinado por el Señor. Pues no se salvará el pueblo hebreo hasta que no se haya salvado la gentilidad, como lo afirma la autoridad profética y apostólica, que dice: «Cuando haya entrado la plenitud de las naciones, entonces todo Israel se salvará». Sin embargo, se manda predicar el Evangelio a los judíos para que no tuviesen excusa de su culpa si no creían en el.
Viendo esto sus discípulos Santiago y Juan dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que los consuma, como hizo Elías?». Las palabras «como hizo Elías» no aparecen en muchos códices; pero en los que se encuentran, mejor es que estén y no que falten, porque las de San Lucas en su Evangelio y de aquí las tomó Teófilo, Obispo de Antioquia, que copió primeramente los cuatro evangelios en un solo volumen. Pues en los libros de los Reyes se cuenta que en tiempo del profeta Elías «cayó Ocozías, Rey de Israel, por una ventana del piso superior de su casa en Samaria y enfermó, y envió mensajeros, diciéndoles: Id a consultar a Bel Zebud, dios de Acarón, si podré curar de esta enfermedad». Elías, enviado en seguida por el Señor, les salió al encuentro y les dijo: «Volved atrás, porque el rey morirá». Y subió Elías a la montaña. Luego que supo el rey que estaba en la montaña Elías «envió a él un quincuagenario con sus cincuenta hombres». Estos le dijeron en tono soberbio: «Hombre de Dios, el rey ha mandado que bajes». Y respondió él: «Si soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y os abrase». Y al instante fueron consumidos por el fuego. Del mismo modo fueron enviados luego otros cincuenta y también fueron consumidos. Nuevamente se le enviaron otros cincuenta, y habiéndole rogado que viniera, en tono humilde y de rodillas, le trajeron consigo al rey. Y dijo el rey Elías: «Así dice el Señor: Por haber mandado mensajeros a consultar a Bel Zebud, dios de Acarón, como si no hubiera en Israel Dios o profeta a quien poder consultar, no bajarás del lecho a que has subido, pues morirás. Y murió el rey según la palabra del Señor» y de Elías. Y esto es lo que dijeron al Señor los discípulos, que los samaritanos fuesen abrasados por el fuego, como abrasó Elías a los mensajeros de dicho rey con una hoguera del cielo. Pues si se quiere entender esto alegóricamente, en el rey que por la palabra de Dios y de Elías, pero mereciéndolo, fue aniquilado con sus quincuagenarios, debe entenderse el Anticristo, que con la venida del Señor y de Elías al fin de este mundo será aniquilado con sus secuaces por el Espíritu del Señor. Así se dice por el profeta: «Y con el aliento de sus labios matará al impío». Y el Apóstol lo afirma así diciendo: «Y le destruirá el Señor con la manifestación de su venida». A su vez el pedir los apóstoles al Señor que bajase fuego del cielo y abrasase a los samaritanos que no se dignaron recibirlos, alude a ciertos predicadores insensatos que injustamente excomulgan y maldicen a quienes no quieren acogerlos. Porque no puede dar fruto la tierra si no se le diere de arriba el rocío que dulcifique su aridez, dureza y amargor. Y por eso el altísimo Dispensador de la gracia debe rogarse, no que consuma con su ira a los que desprecian la divina palabra, sino que derrame sobre ellos desde arriba la gracia del arrepentimiento.
Así se pone de manifiesto en lo que sigue, donde se dice: «Y volviéndose Jesús les reprendió diciendo: No sabéis de qué espíritu sois». La reprensión del Señor, con la que censura la ignorancia de los apóstoles, significa la austeridad de la Sagrada Escritura, con la que los maestros y doctores de la Santa Iglesia tienen que corregir a veces a los necios que hablan mal y obran peor y que no saben si pertenecen al espíritu maligno o al espíritu del bien. «Porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas, sino salvarlas». El Unigénito de Dios se llama Hijo del hombre, no porque fuese procreado por varón, sino porque tomó carne humana en la Virgen, la cual descendía de semilla humana. Y El no vino a perder las almas, sino a salvarlas, pues quiere, como dice el Apóstol, «que todos los hombres sean salvados y vengan al conocimiento de la verdad», ni quiere que perezca nadie, pues también dijo que mejor quería la vida del pecador que la muerte.
«Y se fueron los discípulos a otra aldea». Que los discípulos mal recibidos por los samaritanos se marchasen a otra aldea, alude a los predicadores de la Iglesia, quienes si por acaso fueren excluidos del lugar donde desean predicar deben ir a otra parte.
Así, pues, que Santiago, apóstol del Señor, cuyas fiestas celebramos estos días, se digne pedir continuamente a su Divina Majestad por la salvación de todos nosotros, para que nuestro Señor Jesucristo, que dirigió resueltamente a Jerusalén su hermosísima y venerable faz y reprendió al instante la severidad de sus discípulos Santiago y Juan, inculcándoles los divinos mandamientos, y que dijo haber venido a salvar las almas y no a perderlas, nos confirme en las buenas obras, retire de nosotros la aspereza de nuestras culpas, nos llene de enseñanzas celestiales y salve nuestras almas, a fin de que en la Jerusalén celestial merezcamos ver felizmente, llevados de Santiago, la faz llena de gracia del que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina Dios por los infinitos siglos de los siglos. Amén.
DÍA 29 DE JULIO, QUINTO DE LA OCTAVA DE SANTIAGO APÓSTOL
Sermón de san Jerónimo, Doctor, sobre esta Lección. En el capítulo presente se pone de manifiesto que el Señor, para probar la realidad de la humanidad que había tomado, se entristeció realmente, mas para que la pasión no fuese dominada en su alma por la pasión, empezó a entristecerse. Pues una cosa es entristecerse y otra empezar a entristecerse. Se entristecía, no por el temor de padecer, que a esto había venido, a padecer, y aun había reprochado a Pedro su timidez, sino por causa del miserable Judas, del escándalo de todos los apóstoles, de que le rechazara el pueblo judío y de la destrucción de la desgraciada Jerusalén. Como Jonás se entristeció por habérsele secado la planta de calabaza o de hiedra, no queriendo que pereciera la que había sido su choza. Si, pues, los herejes interpretan la tristeza del alma, no como sentimiento del Salvador por los que iban a caer, sino por pasión, ¿cómo explican aquello que de la persona de Dios se dice por Ezequiel: «Y por todas esas cosas me contristabas»?. Entonces les dijo: «Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo». Su alma es la que se entristece, mas no por la muerte, sino hasta la muerte, hasta liberar a los apóstoles con su pasión. Y lo que les manda: «Quedaos aquí y velad conmigo», no es prohibirles el sueño, del cual no era tiempo aún, llegada la ocasión, sino el sueño de la infidelidad y el embotamiento de la mente. Digan, pues, los que sospechan que Jesús había tomado un alma irracional cómo es que se entristeció y conoció el tiempo de su tristeza. Porque aunque también los brutos se entristecen, no conocen ni las causas ni el tiempo hasta cuando deban estar tristes.
«Y yendo un poco más allá se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú». Después de mandar a los apóstoles que se quedasen y velaran con El, avanzando un poco, el Señor cae sobre su faz, mostrando la humildad de su espíritu con su envoltura carnal y dice con halago: «Padre mío», y pide que pase de El, si es posible, el cáliz de la pasión». De lo cual ya hemos dicho arriba que lo pedía, no por temor de padecer, sino por compasión hacia aquel pueblo, por no beber el cáliz que le ofrecía. Por eso precisamente no dijo: «Pase de mí el cáliz», sino «este cáliz», o sea el del pueblo judío, que no puede alegar excusa de ignorancia, si me da muerte habiendo tenido la Ley y los profetas que a diario me anunciaban. Sin embargo, volviendo en sí, lo que tembloroso había renunciado con la naturaleza humana lo sostiene con la de Dios e Hijo. «Sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú». No dice hágase esto que yo digo por afecto humano, sino aquello por lo cual bajé a la tierra por tu voluntad.
«Y viniendo a los discípulos hallólos dormidos, y dijo a Pedro: «No habéis podido velar conmigo una hora?». El que antes había dicho: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré», no puede vencer ahora el sueño por la intensidad de su tristeza. «Velad y orad para que no caigáis en la tentación». Es imposible que no sea tentada el alma humana. Por eso decimos también en la oración dominical: «No nos dejes caer en la tentación» que no podamos resistir. No rechazamos en absoluto la tentación, sino que imploramos fuerzas para resistir en las tentaciones. Y así tampoco dice en esta ocasión: Velad y orad para no ser tentados, sino para que no caigáis en la tentación. Esto es, que no os domine y venga la tentación y os retenga entre sus peligros. Por ejemplo, un mártir que derrama su sangre por confesar al Señor es tentado sin duda, mas no enredado en las redes de las tentaciones, pero el que niega cae en los lazos de la tentación. «El espíritu está pronto, pero la carne es flaca». Esto contra los temerarios, que creen poder conseguir todo lo que piensen. Por tanto, temamos tanto de la fragilidad de la carne como confiamos en el calor del espíritu. Pero, según el Apóstol, con el espíritu se mortifican las obras de la carne.
«De nuevo, por segunda vez, fue a orar, diciendo: Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad». Ora por segunda vez para que si Nínive no puede salvarse de otro modo, sino secándose la calabaza, se cumpla la voluntad del Padre, que no es contraria a la del Hijo, pues dice El mismo por el profeta: «He querido cumplir tu voluntad, Dios mío».
«Y volviendo otra vez los encontró dormidos; tenían los ojos cargados». Ora El solo por todos como solo padece por todos. Pues los ojos de los apóstoles languidecían y estaban ya oprimidos por la vecina negación. «Luego volvió a los discípulos y les dijo: Dormid ya y descansad, que ya se acerca la hora». Después de haber orado por tercera vez, para que toda palabra se apoyase en la boca de dos o tres testigos, y de haber impetrado que el temor de los apóstoles se enmendase con el consiguiente arrepentimiento, sin inquietud por su pasión, se dirige a sus perseguidores y se ofrece espontáneamente para morir.
Y dice a sus discípulos: «Levantaos, vamos; ya se acerca el que me va a entregar». No nos encuentren como atemorizados y reacios, sino que voluntariamente vayamos a la muerte, para que vean la confianza y la alegría los que han de padecerla. Por tanto, el mismo de quien hablamos, Jesucristo nuestro Señor, tenga a bien llevarnos como confiamos a gozar perpetuamente del reino celestial, pues El en su pasión se condolió a su amado apóstol Santiago y a Juan su hermano, como el amigo a sus amigos, descubriéndoles su tristeza y diciéndoles: «Triste está mi alma hasta la muerte», quien con el Padre y el Espíritu Santo viva y reina Dios por los siglos infinitos de los siglos. Amén.
DÍA 30 DE JULIO, SEXTO DE LA OCTAVA DE SANTIAGO APÓSTOL
Lección del Santo Evangelio según San Marcos. En aquel entonces se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, diciéndole: «Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir». Díjoles El: «¿Qué queréis que os haga?». Y respondieron: «Concédenos que nos sentemos el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu gloria», etc.
Homilía del papa san Gregorio sobre esta Lección. Puesto que el natalicio de Santiago, apóstol y mártir, conmemoramos hoy, hermanos míos, en modo alguno debemos considerarnos ajenos a la virtud de su paciencia. Porque si con la ayuda el Señor procuramos conservar la virtud de la paciencia, viviremos en la paz de la Iglesia y lograremos la palma del martirio. Pues hay dos maneras de martirio, una de pensamiento y otra de pensamiento y de acción a la vez. De aquí que podamos ser mártires aunque no nos mate el hierro de ningún verdugo. Pues morir a manos de un perseguidor es un martirio de obra manifiesto. Pero soportar las ofensas, amar al que nos odia, es un martirio en el secreto del pensamiento. Y hay dos especies de martirio, uno secreto y otro público, lo atestigua la Verdad, que les pregunta a los hijos de Zebedeo: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» A lo que habiendo respondido en seguida: «Podemos», el Señor les contestó al punto diciendo: «En verdad beberéis mi cáliz» Pero ¿qué entendemos por cáliz, sino el dolor de la pasión, del que dice en otro lugar: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz». Y los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, no murieron ambos como mártires, y , sin embargo, uno y otro oyeron que beberían el cáliz. Así que Juan, aunque no acabó su vida por martirio, sin embargo fue mártir. Porque la pasión que no sufrió en su cuerpo la llevó guardada en su espíritu. Y así nosotros, según este ejemplo, podemos ser mártires sin morir por el hierro si conservamos de veras la paciencia en el alma.
No creo fuera de lugar, carísimos hermanos, si os expongo un edificante ejemplo de conservación de la paciencia. Vivió en nuestros días un hombre llamado Esteban, padre del monasterio fundado junto a los muros de la ciudad de Rieti, varón muy santo, singular en la virtud de la paciencia. Quedan muchos aún que le conocieron y cuentan su vida y su muerte. Era de lengua rústica, pero de sabia vida. Por amor de la patria celestial lo había despreciado todo, rehuía el poseer algo en este mundo, evitaba el bullicio humano. Estaba dedicado a frecuentes y prolijas oraciones, pero tenía la virtud de la paciencia desarrollada tan intensamente, que tenía por su amigo a quien le ocasionase alguna molestia. Daba gracias por las injurias. Si en aquella su pobreza le era inferido algún daño, lo miraba como un gran provecho. A todos sus adversarios los creía no otra cosa que auxiliares. Cuando el día de la muerte le apremiaba a salir del cuerpo, se habían reunido muchos para encomendar sus almas a un alma tan santa que iba a partir e este mundo. Y cuando los reunidos se hallaban todos en torno a su lecho, vieron unos con sus ojos corporales entrar ángeles, aunque nada pudieron decir. Otros no vieron nada absolutamente, pero de todos los que estaban presentes se apoderó n temor tan grande que nadie puedo permanecer allí al salir aquella santa alma. Tanto los que vieron como los que nada habían visto, huyeron todos despavoridos y aterrados con el mismo miedo. Y ninguno pudo estar presente al morir él.
Pensad ahora, hermanos, qué terror infundirá Dios Todopoderoso cuando venga como riguroso Juez, si así atemoriza a los presentes cuando viene agradecido y recompensador. O bien cómo puede ser temido cuando pueda ser contemplado, si así consternó las almas de los circunstantes aun cuando no pudo ser visto. Y he ahí, carísimos hermanos, a qué cima de la retribución elevó a éste aquella paciencia observada en la paz de la Iglesia. ¿Qué le daría su Creador interiormente, cuando de ello tanta gloria nos exteriorizó en el día de su tránsito? ¿Con quiénes creemos reunido a éste, sino con los santos mártires, si consta que fue recibido por los sagrados espíritus aun por testimonio de ojos corporales?. Este no murió herido por ninguna espada y sin embargo recibió a su partida la corona de la paciencia que tuvo en su espíritu. Comprobamos a diario que es verdad lo que se dijo antes de ahora, que la Santa Iglesia, llena de las flores de los elegidos, tiene en la paz lirios y en la guerra rosas. Conviene saber además que la virtud de la paciencia suele ejercitarse de tres maneras, pues soportamos unas cosas que nos vienen de Dios, otras del viejo enemigo y otras del prójimo. Del prójimo sufrimos persecuciones, daños y ofensas; del viejo enemigo, tentaciones; de Dios calamidades. Mas en todas las tres formas debe la mente vigilarse con ojo atento, para no dejarse arrastrar frente a los males que nos vienen del prójimo, a retribuirlos con mal: frente a las tentaciones del enemigo, para no dejarse seducir a deleitarse y consentir en el pecado: frente a las calamidades que proceden del Creador, para no caer en una excesiva murmuración quejumbrosa. Porque el enemigo queda plenamente vencido cuando guardamos el pensamiento aun en medio de sus tentaciones, del deleite y del consentimiento, y en medio de las injurias del prójimo lo preservamos del odio, y lo reprimimos de murmurar en medio de las calamidades venidas de Dios. Y haciendo esto no pretendemos ser recompensados con bienes presentes, pues por el trabajo de la paciencia debemos esperar los bienes de la otra vida, para que comience el premio de nuestro esfuerzo cuando éste cesa por completo. Por eso dice el Salmista: «No ha de ser dado el pobre a perpetuo olvido, no ha de resultar al fin fallida la paciencia de los míseros». Pues como fallida vemos la paciencia de los pobres cuando nada se les da a cambio de ella a los humildes en esta vida. Pero la paciencia de los pobres no resulta fallida al final, porque entonces recibe su gloria, cuando a la vez se acaban todos los trabajos. Conservad, pues, hermanos, la paciencia en el espíritu y cuando la cosa lo exija ponedla en obra. Que a ninguno de vosotros le muevan al odio las palabras injuriosas del prójimo ni la alteren los perjuicios en las cosas perecederas. Porque si tenéis siempre en vuestro pensamiento los daños perdurables, no tendréis por graves los daños en las cosas pasajeras; si anheláis la gloria de la eterna recompensa, no os dolerán las injurias temporales.
Soportad, pues, a vuestros adversarios, pero amando como hermanos a los que soportáis, y procurad premios eternos por los daños temporales. Y ninguno de vosotros confíe en poder realizar esto con sus fuerzas, mas alcanzad con oraciones que el mismo que esto manda os lo conceda. Pues sabemos que escucha de buena gana a quienes piden, cuando piden lo que le agrada dar con largueza. Cuando de continuo insiste uno en la oración, prontamente en la tentación recibe auxilio, por Jesucristo nuestro Señor que con El vive Soberano y reina Dios en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.
DÍA 31 DE JULIO, SEPTIMO DE LA OCTAVA DE SANTIAGO APÓSTOL
Alegrémonos en el Señor, hermanos amadísimos, y con los debidos honores celebremos la festividad del bienaventurado Santiago. Pues a nosotros, por la divina gracia, se nos ha dado, como Patrono, en lo espiritual, aquel a quien el mundo entero venera.
¿Quién puede haber en todo el mundo, sin merecer el reproche de obstinado desprecio de los favores divinos, que no desee ampararse en el patrocinio de Santiago?. Para visitarle, pues, desde todas las partes del mundo, a través de las breñas de los montes, por delante de las guaridas de los ladrones, a pesar de los frecuentes asaltos de los bandidos y de las estafas de que son víctimas en los albergues, gran cantidad de peregrinos afluye incesantemente a Galicia. Nada más natural, que todos veneren en la tierra al que, por haber brillado en todas las virtudes, Dios ha glorificado en los cielos. Este es el adalid de Cristo, que habiendo gustado de las dulzuras de la resurrección en el monte (Tabor), como buen portaestandarte, se lanza el primero al combate. No le aparta de la fe la ciega obstinación de los judíos, ni le detiene en la carrera del bien la crueldad de Herodes. De las tres columnas de la Iglesia que menciona San Pablo en su Epístola a los Gálatas, ésta es una y no por cierto la menos principal. Así como al igual con los hijos de Jacob, el Señor eligió doce discípulos, a los cuales llamó Apóstoles, también, conforme al número de los santos patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, entre los mismos doce apóstoles, por cierta primacía en el amor y en la virtud, constituyó a tres, que son: San Pedro, Santiago y su hermano Juan en príncipes y columnas de los demás. Porque había dicho por boca de Salomón que tres cuerdas unidas no se rompen fácilmente. A éstos, por lo tanto, como una cuerda compacta impregnada de caridad, con lo cual se ligasen y se conservasen los demás, los hizo maestros y tutores; a ellos les reveló más que a los otros sus secretos; a éstos antes de la resurrección, en la transfiguración, les mostró la gloria de la resurrección; a ellos solamente permitió entrar con él en la casa del Archisinagogo, cuando iba a resucitar a la hija de éste.
Cuando ya se iba acercando la hora de su pasión, queriendo dar una prueba de que había tomado carne humana, la cual por nosotros la había tomado, para que los hombres, sintiendo la debilidad de la misma, no desesperasen, en el valle de Gethsemaní, cuando iba a ofrecer la agonía de su muerte a su Padre, a éstos escogió para que lo acompañasen en su oración. Pues si este misterio a todos indistintamente hubiese revelado, entonces o bien se impediría su pasión, o al enterarse de la misma, aun los mismos elegidos se escandalizarían. Por lo tanto, se le ordena a los Apóstoles guardar silencio sobre Cristo; a los que han sido curados, se les prohíbe divulgar su curación; a los demonios se les obliga a guardar silencio sobre el Hijo de Dios. Pues dice el Apóstol: «predicamos la sabiduría de Dios encerrada en el misterio, la cual ninguno de los príncipes de este mundo ha podido conocer». Si la hubiesen conocido, no hubieran crucificado al rey de la gloria. Esto es, nunca hubiesen sido causa de que fuésemos redimidos por la muerte del Señor.
Con razón, pues, reveló sus secretos a los que sabía eran firmes y constantes en su amor; a los que sabía que, llegada la hora, estarían muy lejos de la nota de negligencia en la evangelización del pueblo. Y esto puede ya apreciarse en la vocación de éstos. Fue invitado (a seguir a Jesús) junto al mar de Galilea. Pedro su hermano; Santiago con su hermano. Porque solamente deben juzgarse dignos del ministerio de la predicación, los que están unidos con el prójimo por el amor fraterno, los que no por utilidad terrena, sino por amor solamente movidos, se dan prisa en transmitir a los demás las palabras de la vida. Pedro, al llamamiento del Señor, abandonó la barca y las redes, esto es: todo lo que tenía. Santiago hizo más, no sólo abandonó la barca y las redes, como hizo Pedro, sino que a su propio padre, a quien la ley manda amar y honrar, ante la voz del Señor, también dejó. ¿Qué diré de su madre?. Es cierto que la madre, por su larga y laboriosa obra de educación, por su condición de mujer de la cual es más propio atraer a los hijos con las caricias, que del varón, suele ser más querida de los hijos, que el padre. No obstante, también a ésta Santiago la dejó sin despedirse de ella.
Feliz quebrantador de la Ley, puesto que no prefirió la Ley, al Autor de la misma Ley, como la habían preferido los judíos; ni tampoco dio demasiada importancia al afecto natural, cuando este afecto era opuesto a los derechos del autor de la naturaleza. Sabía, pues, que hay obligación de honrar al padre y de amar a la madre; pero no ignoraba que Dios ha de ser preferido a éstos. Tenía el afecto de un hijo piadoso; pero prevalecía en él la obediencia al Creador. Hay obligación de honrar al padre, a los padres; también debe honrarse al buen prójimo, mas sobre todos se ha de honrar y reverenciar al Dios Creador. Es digno de alabanza San Pedro, porque dejó sus bienes ante el llamamiento del Señor. Pero aún es mayor la alabanza que debemos a Santiago, pues no sólo no obedeció a la ley, sino que por la causa de Dios dejó a un lado el cariño e su padre y de su madre. Pues es preciso que lo humano se posponga a lo divino.
Pues si nos obliga el deber de la piedad para con los padres, ¡cuánto más nos obligará para con el Autor de nuestros padres, a quien se deben dar gracias por nuestros mismo padres!. En este lugar la consideración de una dificultad nos viene a la mente y nos invita a dar una solución.
¿Por qué Jesús que era Dios justo y que pesa en balanza fiel el mérito de todos los hombres, eligió a Pedro, que poco, o casi nada dejó en comparación de Santiago y su hermano Juan, príncipe de los Apóstoles, a pesar de que Santiago y Juan su hermano eran parientes del Salvador en la carne y además muchos más bienes dejaron por el Señor?. Esta dificultad, muchos tratan de resolverla del siguiente modo: Dicen que Pedro amaba más que los demás Apóstoles al Señor; esto si lo prueban, con palabras del Evangelio, sin duda habrá que darles la razón. Pues, ¿qué tiene de particular que Dios hubiera dado el primado sobre los demás Apóstoles, a aquel que había sobrepujado a los otros en la prerrogativa del amor?. Mas si no se confirma con el testimonio del Evangelio, estimamos que es temerario aventurar un juicio sobre el grado de amor de los Apóstoles. Cuando el Señor preguntó a Pedro: «¿Simón, hijo de Juan, me amas más que éstos?». Pedro, cuya presunción había recibido ya una terrible lección contestó: «Señor, tú sabes que te amo». Como si dijera: Sé que te amo con todo mi corazón, como tú aún, mejor que yo, lo sabes, pero ignoro cuánto te aman los demás. Si, pues Pedro lo ignora, ¿quién es el que pretendiendo saber más que el príncipe de los Apóstoles tratará de sostener que Pedro fue el que amó más de los Apóstoles, al Señor?. Dejándonos pues de rodeos, digamos con S. Jerónimo que por su edad les dio por príncipe a San Pedro. Pues Santiago era joven y San Juan casi un niño, Pedro, en cambio, más viejo y de edad madura. El buen maestro, que quería quitar a sus discípulos todo motivo de contienda y les había dicho: «Os doy mi paz, os dejo mi paz», parecía ofrecer un motivo de envidia, si diese a los jóvenes el mando sobre otros más viejos. Nuestro Señor, prudentísimo, nos quiso dar ejemplo, a fin que no osásemos elevar al magisterio de la Santa Iglesia, a quien no hubiese alcanzado una edad adecuada. Pues los jóvenes suelen a veces aparentar devoción para conseguir más de prisa puestos excesivamente elevados. Muchas veces también, aun siendo buenos, por no estar debidamente probados, por efecto del cargo honorífico, tienen lamentables caídas. Cuantas calamidades por este vicio han tenido lugar en nuestra iglesia, no es del caso referir. Por eso José antes de los treinta años no recibió el principado de Egipto, ni San Juan Bautista, «mayor que el cual no surgió entre los nacidos de mujer», antes de los treinta años no comenzó el ministerio de la predicación. Ni Ezequiel, a no ser a la misma edad, mereció el ministerio de hacer profecías, ni el mismo Jesucristo, nuestro Señor, que quiso en sí mismo establecer las costumbres de su iglesia, a no ser a los treinta años, no quiso comenzar la predicación salvadora. Podemos, además añadir que providente el Señor no quiso dar el principado a sus parientes, aunque eran buenos, sobre los demás para que no pareciera que se lo daba, más que por su santidad, por el parentesco. Quería demás ya entonces prevenir contra el abuso de los que dan los cargos eclesiásticos y aun las remuneraciones que se deben a los pobres de espíritu, no por razón de la santidad, sino por el parentesco. Además, Santiago y San Juan, su hermano, movidos aún por apetitos terrenales y deseando la primacía sobre los demás, envían a su madre a solicitarla del Señor; la cual sabían que mucho podía ante él, por su parentesco y por su religiosa vida. Pero el Señor, comprendiendo por sí mismo que muchos valiéndose ya de intrigas propias, ora moviendo a los poderosos de este siglo, se habían de introducir injustamente en los cargos eclesiásticos y queriendo prevenir este peligro para su iglesia, para que no se admitiese a ningún intruso, no les quiso conceder la suprema autoridad. Después de la Ascensión del Señor, ya adoctrinados, no disputan sobre la preeminencia, sino que unánimemente a Santiago, el Justo, por su eminente santidad en la cual sobresalía grandemente, le eligen Obispo, enseñándonos que debía ser elevado al gobierno de la Santa Iglesia, el que hubiese adquirido el favor del pueblo por la santidad. Por lo cual S. Clemente Alejandrino, doctor egregio, el libro VI de sus Disposiciones, dice: Pedro, Santiago y Juan, después de la Ascensión del Salvador, aunque a todos por El hubieran sido antepuestos, sin embargo ninguno se apropia la gloria de serlo, sino que Santiago, a quien llamaban el Justo, fue nombrado Obispo de los Apóstoles.
Pues éste ya fue santificado en el vientre de su madre; no bebió vino, ni sidra, el hierro no se aproximó a su cabeza, no se ungió con aceite, ni usó del baño. Por estas razones creemos que está claro por qué el Señor antepuso a San Pedro a Santiago y a su hermano Juan. Hay, además, otro gran misterio: el hecho de que estos tres hayan sido constituidos columnas de los demás.
En ellos están representadas las principales virtudes, fe, esperanza y caridad. En Pedro la fe, por la cual empezamos; en Santiago la esperanza, por la cual nos levantamos, y en San Juan la caridad, por la cual llegamos a la meta. Con razón, pues, tiene el principado San Pedro, porque sin la fe es imposible agradar al Señor. Pero como la fe es inútil, si la concupiscencia de la carne no se refrena y no se expulsa al diablo de la morada del corazón, debidamente le sigue Santiago, cuyo nombre quiere decir suplantador. Pero si conseguimos realizar esto, no debemos atribuirlo a nuestras fuerzas, sino a la divina gracia. Por ello sigue San Juan, cuyo nombre quiere decir gracia de Dios. Y no debemos de pasar en silencio el hecho de que solamente a éstos impuso nombres el Señor. Simón, por la sinceridad de su fe, la cual confesó al ser interrogado por el Señor, fue llamado Pedro. Santiago y Juan, puesto que estaban ligados por vínculos de hermandad de carne y de espíritu, no reciben nombres individualmente, sino en común, por razón de su firmeza en la fe y magnanimidad son llamados Boanerges, esto es: hijos del trueno. ¿Y qué trueno es éste cuyos hijos fueron hechos Santiago y Juan?. Indudablemente, el que retumbó desde la nube sobre Cristo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias». Oh admirable benignidad del Salvador, que convierte las dotes naturales de Santiago y Juan en dones de la gracia. Pues, como habían abandonado al padre carnal, les concedió el tener consigo al padre celestial. Feliz recompensa, pero de ningún modo ajena al Señor, dado que su remuneración siempre es sobreabundante. Ahora, hermanos, veamos cuál es la eficacia del trueno, para que sepamos qué es ser hijo del trueno. Pues no es un don pequeño y fútil el que se da por largueza en la recompensa de Dios sobre todos los demás, a los que dejaron a su padre por el Señor. El trueno hiere las nubes, emite relámpagos, hace temblar la tierra y la riega con la lluvia. Esto, en un sentido figurado, se lo concedió el Señor a Santiago y a San Juan en mayor abundancia que a los demás. Y puesto que Santiago era de más edad, por eso el orden exigía que empezara a tronar el primero. Por tanto, después de la Ascensión del Señor, Santiago, lleno del Espíritu Santo hirió las nubes judaicas con su predicación. Atacó la malicia de los judíos, les echó en cara la dureza de su corazón y confundió su envidia. La malicia, porque debiendo avergonzarse de sus pecados, no sólo no se corregían, sino que perseguían a los que los amonestaban, con odio implacable.
La dureza de corazón, porque siempre, con perversidad natural, no querían entender las promesas del Señor y los claros testimonios de las profecías; es más, se adherían a ciertas fabulosas narraciones en consonancia con su estupidez. La envidia, porque si veían a alguno inspirado por la gracia divina, no solamente rehusaban oírle, sino además lo calumniaban, lo odiaban y en la mayoría de los casos lo atormentaban.
Principalmente les echaba en cara su conducta con Jesucristo, demostrándoles que era el prometido por la ley y los profetas, patentizándoles los beneficios que le debían, y amenazándoles con los eternos tormentos, ya que eran ingratos a tantos beneficios, si no hacían penitencia. Así Santiago tronaba con las amenazas y así enrarecía la densa masa de los pecados. Relampagueaba con milagros, y así iluminaba la mente de los sencillos; derramaba lluvia benéfica cuando regocijaba y confortaba los corazones de los humildes. Explicaba los oráculos de los profetas, los misterios de las Sangradas Escrituras, ensalzaba por todos los medios a Cristo. Eran confundidos los escribas y fariseos, los cuales más bien destruían la ley que la exponían. Confundía a los saduceos, que negaban la resurrección con argumentos engañosos. Confundía sobre todo con razones contundentes a los que crucificaron a Cristo, quienes no sabían qué hacer, ni qué partido tomar. Los vencía con razones, los avergonzaba con los testimonios de autoridad, los confundía con el poder de los milagros.
Vivía en aquella época un mago llamado Hermógenes, quien seducido por las artes del enemigo no cesaba de seducir a los demás. Tenía este mago tanta familiaridad con el enemigo del linaje humano, que más bien parecía que le ordenaba en vez de someterse a sus órdenes. Los judíos, pues, buscan el auxilio de este mago en contra de Santiago; puesto que no podían resistir a sus razones, tratan de sostenerse con los maleficios del mago. Y puesto que este mago estaba dotado de sabiduría profana, de habilidad en realizar falsos milagros, los judíos tratan de emular con medios humanos el trueno de Santiago y de achicar sus milagros con los milagros del mago. Pero Santiago no sólo destruyó los embustes del mago, sino que los milagros que hacía por arte del diablo los anuló y al mago mismo, con un discípulo, convirtió para el Señor. ¡Oh necios de corazón vosotros los judíos que tratasteis de hacer vanos esfuerzos contra el hijo del trueno!. ¿Con qué medio tratáis de obstruir la boca de aquel que se agiganta con los obstáculos?. No se rinde a las amenazas, no se engaña con embustes; si queréis que cesen sus reprensiones, haced disminuir la cantidad de vuestros pecados. Por cierto que no sería terrible para ellos el sonido, si no existiera de su lado un gran cúmulo de densas nubes. Que se esfumen las nubes de vuestros corazones y el temor del trueno perderá su vigor.
Los judíos, pues, después de la victoria y conversión del mago, desesperados ya y no pudiendo sufrir el trueno de Santiago se atraen al rey Herodes, sobradamente inclinado de por sí a los mayores crímenes, por medio del dinero y le mueven a dar muerte a Santiago.
Sobre este Herodes, puesto que aun la opinión de los eruditos tiene dudas acerca de él, por ignorancia de la historia, nos parece conveniente decir quién fue y cuáles fueron sus antepasados. Pues muchos creen que se trata del Tetrarca Herodes, hijo de Herodes el Grande, el que degolló a San Juan Bautista; éstos, indudablemente se engañan por ignorancia de la historia. Pues Herodes el Tetrarca, como refiere la Historia Eclesiástica, tomándolo de Flavio Josefo, castigado de varios modos, últimamente fue condenado al destierro por Gayo César, para toda su vida. En cambio el Herodes que dio muerte a Santiago, como ya diremos en su lugar, terminó sus días reinando. Hay quienes imaginan que fue hijo de Arquelao, cuya opinión fácilmente se rebate, dado que ninguna historia dice que Arquelao tuviera algún hijo, a quien dejase por heredero. Por tanto, dejándonos de opiniones, sigamos la narración histórica verdadera. Dicen las historias que Herodes el Grande, el que dio muerte a los inocentes, tuvo dos hijos de Mariana, que era de estirpe real, llamados Aristóbulo y Alejandro, a los cuales, cuando ya eran adultos, por sospecha de parricidio mandó dar muerte. Mas Aristóbulo dejó un hijo llamado Agripa, a quien Cayo César dio el principado de Judea. San Lucas, Evangelista, por la dignidad real, o más bien por la semejanza con Herodes en la crueldad, le llama Herodes. Este, para probar que heredaba no sólo el reino, sino la crueldad de Herodes, así como Herodes quiso hacer desaparecer a Cristo con la matanza de los inocentes, él, movido por el soborno de parte de los judíos y por su propia perversidad, quiso también borrar el nombre de Cristo con la muerte de los Apóstoles. Degolló, pues, a Santiago, el cual con más ardor y mayor valentía predicaba a Cristo y confundía a los judíos con el testimonio de la Ley y de los Profetas. Santiago, pues, fue el primero de los Apóstoles que obtuvo la corona del martirio, estando próxima la solemnidad de la Pascua, hacia el año undécimo después de la pasión del Señor, el año tercero del Impero de Claudio, como refiere Beda en el comentario sobre los Hechos de los Apóstoles. Viendo, pues, que con la muerte de Santiago se había congraciado con los judíos, determinó prender también a San Pedro, porque éste se distinguía en sus ataques a los judíos. Pero el Señor, conociendo por sí mismo la gran desolación que sobrevendría a su Iglesia, si desaparecían a un mismo tiempo sus dos principales columnas, por su benignidad libró a San Pedro de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos, y tampoco dejó pasar mucho tiempo sin vengar la muerte de Santiago, sino que inmediata y terriblemente le vengó. Pues como refiere San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, Herodes descendió inmediatamente a Cesárea, para dirigir la palabra al pueblo en la solemnidad de la Pascua y para que éste le aclamase diciendo: «Voces de Dios y no de hombre»; inmediatamente le hirió el ángel del Señor, por no haber dado gloria a Dios, y manando gusanos expiró a los cincuenta y tres años de edad y en el séptimo de su reinado.
Por esto podemos apreciar, hermanos, cuán verdadera es la sentencia de Salomón que dice: El impío cuando descienda a la profundidad de los pecados, desprecia… Herodes, por no refrenar el ardor de la avaricia, no temió el aceptar dinero de parte de los judíos, por asesinar al justo. Por ello se quiso encumbrar tanto, que aceptó los honores divinos que sus aduladores le ofrecían. Con razón, pues, herido por el ángel sucumbió, puesto que ni la preocupación por su salvación, ni el respeto que debía a Santiago, ni la grandeza de Dios le apartaron del crimen. Ahora bien, hermanos amadísimos, veamos en Santiago las maravillas del Señor. Según el orden de armonía y conveniencia sucedió, que el primero en dignidad, fuese el primero en el padecimiento. Y que el primero en la predicación fuese el maestro en el martirio. Fue atrevido en la petición del reino; pero aún fue más atrevido en su adquisición. Antes fue corregido por el Señor, porque sin esfuerzo ambicionaba conseguir el reino; ahora merece ser alabado, puesto que lo ha conseguido por sus virtudes. Era natural que el hijo del trueno conculcase las cosas terrenas, penetrase en los cielos, sirviese de ejemplo a los demás.
Porque cuanto más conoció los secretos el Señor, con tanto mayor ardor que los demás tuvo que imitar él al Señor. Pero aun la petición de su madre de una sede especial en el reino, para sus hijos, no fue en vano, pues como dijo un sabio poeta en los versos del himno en su honor, a Juan le tocó el Asia, que está ala derecha; a Santiago, España, que está a la izquierda en la división de las provincias. Por lo cual Santiago, según es tradición, por su indicación fue trasladado después de su martirio por sus discípulos a España y en la extremidad de Galicia, que ahora se llama Compostela, fue honoríficamente sepultado, no sólo para regir con su patrocinio a los españoles que le habían tocado en suerte, sino por confortarlos con el tesoro de su cuerpo. Regocíjate, España, ensalzada con semejante fulgor; salta de gozo, pues has sido salvada del error de la superstición. Alégrate, ya que por la visita de este huésped dejaste la ferocidad de las bestias y sometiste tu cerviz, antes indómita, al yugo de la humildad de Cristo. Mayores bienes te proporcionó la humildad de Santiago, que la ferocidad de todos tus reyes. Aquélla te levantó hasta el cielo; éstos te hundieron en el abismo. Ellos te mancillaron con el sacrificio a los ídolos; aquélla te purificó, enseñándote el culto al verdadero Dios. Dichosa eres España por la abundancia de muchos bienes; pero eres más dichosa por la presencia de Santiago. Eres feliz, porque en el clima eres semejante al Paraíso; pero eres más dichosa, porque has sido encomendada al paraninfo del cielo. En otro tiempo fuiste célebre por las columnas de Hércules, según las vanas leyendas, mas ahora con más felicidad te apoyas en la columna firmísima de Santiago. Aquéllas, por el error pernicioso de la superstición, te ligaron al diablo; ésta, por su piadosa intercesión, te une a tu criador; aquéllas, como eran de piedra, aumentaban tu obcecación; ésta, puesto que es espiritual, adquirió para ti la gracia saludable.
Nosotros, pues, hermanos amadísimos, al que nos donó tantos bienes démosle gracias, por cuya innata misericordia hemos sido enriquecidos con tan gran tesoro. Celebremos con devoción la festividad de Santiago, e imploremos que su patrocinio no nos falte, con el incienso de piadosas oraciones. Mas el que quiera honrar debidamente esta solemnidad, debe refrenar los apetitos carnales. Que el barro de las pasiones no le manche, que el vaho de la soberbia no le invada. Que no prenda fuego en él la tea de la ira, ni la fiebre de la envidia le atormente. Puesto que es santo aquel a quien celebramos, debe ser limpio también el que celebra. Pues causan náuseas las alabanzas del que en su corazón maquina engaños. Purifiquemos, por tanto, nuestros corazones, para que sean bien acogidas nuestras voces pregoneras. Tratemos de imitarle para que nuestras alabanzas sean aceptables. Por lo cual San Juan Crisóstomo, doctor egregio, dice: Todo el que celebra las glorias de los justos con frecuentes alabanzas, debe imitar la santidad de sus costumbres y su justicia. Pues si alaba debe imitar, o si rehúsa imitar, que cese también de alabar. Pues si alabamos a los santos y a los que han sido fieles, porque en ellos vemos destacar la fe y la justicia, nosotros también podemos llegar a ser lo que actualmente son, si hacemos o que ellos hicieron. Imitemos, pues, a Santiago, y con su imitación y auxilio hagámosnos hijos del trueno. Las nubes de los pecados rompamos con nuestra predicación, no las nutramos con nuestra servil adulación. Que lo terreno no nos sujete, antes bien que tiemble ante la amenaza destructora de nuestra virtud. Reguemos con lluvia saludable los corazones de los humildes y hagamos que los gérmenes de sus virtudes progresen con nuestra exhortación. Indudablemente, si así lo hacemos seremos verdaderos hijos del trueno.
Por cierto que a Santiago no le asustó la crueldad de los judíos; ni le hizo ceder la arrogancia de los fariseos, ni el furor de Herodes, que no tenía límites, le hizo cesar en la predicación. Tampoco a nosotros debe preocuparnos, ni el que los ricos frunzan el entrecejo, ni nos ablanden motivos carnales, ni los tormentos de príncipes crueles nos amedrenten, hasta el punto de cesar, en el deber de la predicación. Imitemos la piedad de Santiago en la curación del paralítico. Imitemos su caridad, para dar una lección de benignidad a nuestros enemigos. Cierto es que Josías le había colocado una cuerda al cuello y le llevaba al juez cruelísimo. Pero luego que vio que un paralítico había sido curado por Santiago, inmediatamente se arrepintió de sus pecados. Y postrándose a los pies de Santiago, obtuvo con sus ruegos el perdón que buscaba. Oh verdadero discípulo de Cristo el que así estuvo dispuesto a perdonar. No castigó a Josías, a pesar de que antes había puesto en él sus manos sacrílegas. Y cosa admirable: consiguió tener como compañero de martirio al que primeramente le había hecho sentir la persecución. He aquí una verdadera mutación de la diestra del Excelso. Así, pues, hermanos, tengamos recíproca caridad, no hagamos daño a nadie; por el contrario, suframos con paciencia las injurias que se nos hagan. Así, pues, hermanos, tengamos recíproca caridad, no hagamos daño a nadie; por el contrario, suframos con paciencia las injurias que se nos hagan. Así, ciertamente seremos imitadores de Santiago, así mereceremos tener tal patrono. Así elevará nuestras oraciones hasta la fuente de la misericordia y con su intercesión las hará eficaces. Con la ayuda de nuestro Señor Jesucristo, quien tiene el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
DÍA 1 DE AGOSTO, OCTAVA DE LA OCTAVA DE SANTIAGO APÓSTOL
Lección del Santo Evangelio según San Mateo. En aquel tiempo se acercó al Señor la madre de los hijos del Zebedeo con sus hijos Santiago y Juan, adorándole y queriéndole pedir algo. El cual le dijo: «¿Qué quieres?». Ella respondió: «Di que estos hijos míos se sienten, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu Reino».
Homilía de San Jerónimo, Doctor, y de San Juan Obispo, sobre dicha Lección, en la fiesta de Santiago Apóstol, hermano de San Juan Evangelista, que descansa en el territorio de Galicia. Al celebrar la solemnidad de hoy, día del gloriosísimo y piadosísimo patrono nuestro Santiago Apóstol, venerado en todo el orbe de las tierras, hermanos amadísimos, expongamos paso a paso la lección del Sagrado Evangelio, para que sepáis cómo habéis de pedir el reino de Dios. Dice, pues, la madre de los hijos del Zebedeo al Señor: Di que se sienten estos dos hijos míos, uno a tu diestra y otro a tu izquierda en tu Reino. Vemos como tiene fe en el reino la madre de los hijos del Zebedeo, aun cuando el Señor dijo: «El hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a las gentes para escarnecerlo, azotarlo y crucificarlo», y precisamente cuando le anunció la ignominiosa pasión a sus discípulos, que se llenaron de pavor, ella le pide la gloria del que triunfa. Según creo, por este motivo: puesto que al final de su alocución había dicho el Señor: y al tercer día resucitará, pensó esta mujer que inmediatamente después de la resurrección reinaría. Y lo que se promete para la segunda venida, creyó que tendría lugar en la primera; por eso con esa ansiedad, propia de mujer, ambiciona lo presente, despreocupándose del futuro. El cual le preguntó: ¿Qué quieres?. No le pregunta como quien ignora, para enterarse de qué era lo que ella quería, sino a fin de que por su propia exposición pusiera, de manifiesto, cuán absurda era la petición de los mismos. Porque pedían ciertamente como hombres religiosos y amadores de la gracia celestial. Pero o como quien tiene suficiente discernimiento de lo que es una petición útil, o nociva. Pues con frecuencia el Señor transige con que sus discípulos digan, hagan, o piensen algo que no es lo debido, para tomar pie de su extravío, para enseñar y exponer las normas de la verdadera piedad. Pues sabía que el error mientras él, su Maestro, estaba presente, no les causaba daño; en cambio, para todos, no sólo en el presente, sino en el futuro, su doctrina sería edificante. Ella habló: Prométeme que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu Reino. Pide la madre de los hijos de Zebedeo con error propio de mujer, mezclado con el afecto maternal, sin saber lo que pedía. Nada extraño que a ésta se la considere indiscreta; pues también se le reprocha a Pedro el que quisiera hacer tres tabernáculos; pues no sabía lo que decía. San Mateo escribe que esta madre de los hijos del Zebedeo pidió al Señor por éstos; mas San Marcos, queriendo mostrar a los lectores el deseo y acuerdo de los mismos, calla la intervención de la madre y dice más bien que fueron ellos los que pidieron lo que, a sus ruegos, sabían que había pedido la madre. Finalmente, según ambos Evangelistas, no contesta a la madre, sino a los hijos: No sabéis lo que pedís. El deseo es indudablemente bueno; pero la petición impremeditada. Por eso, aunque la simpleza de la petición no merecía que se le concediese, sin embargo, tampoco merecía una contestación agria, pues era hija del amor al Señor. Por tanto, no reprende su voluntad y su propósito, sino su ignorancia, diciendo: No sabéis lo que pedís. No saben lo que piden, porque piden al Señor un asiento en la gloria, que aún no merecían. Ya les agradaba alcanzar la cumbre del honor; mas antes tenían mucho que andar por la senda del sudor. Ambicionaban reinar sublimemente con Cristo: mas antes debían padecer humildemente por Cristo. Debemos, pues, también nosotros tener cuidado de no pedir nada de aquello que juzgamos que no es bueno, mas orando pongámoslo en las manos de Dios, para que nos escuche, cuando él conozca que algo nos conviene.
Sigue: ¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?. Con el nombre de cáliz designa la pasión y martirio, con los cuales él y sus discípulos tenían que inmolarse; y al acercarse a dicha pasión oraba diciendo: «Padre, si es tu voluntad, aparta de mí este cáliz». ¿Por ventura ignoraba el Señor que podían imitarle en su pasión? Pero lo pregunta para que nosotros nos enteremos con las preguntas del Señor y las respuestas de sus discípulos, que nadie puede reinar con Cristo, si no imita la pasión de Cristo.
Le respondieron: Podemos. No contestan movidos por la confianza de tu corazón, sino más bien por la ignorancia de lo que intentaban. Pues la guerra es deseable para los que no la conocen. Así como la guerra es deseada por los que no la han experimentado, así también a los inexpertos les parece leve la empresa de la pasión y de la muerte. Si pues el Señor, cuando iba a realizar la obra de su pasión decía: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, cuánto con más razón no debían decir ellos podemos, si hubieran comprendido lo que era arriesgarse a aceptar la muerte. Pues la pasión causa gran terror, pero mayor aún la muerte.
Les dijo: Mi cáliz en verdad beberéis. Se preguntará, ¿cómo bebieron el cáliz del martirio los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan?; pues si bien es cierto que el piadosísimo apóstol Santiago fue degollado por Herodes, en cambio San Juan murió de muerte natural. Pero si leemos las historias eclesiásticas, en las cuales vemos que el mismo para el martirio fue echado en una caldera de aceite hirviendo y que el atleta de Cristo se encaminó a conseguir la corona; pero que en este instante fue llevado a la isla de Patmos, veremos que el martirio no faltó en su ánimo y que San Juan bebió el cáliz de confesor, cual lo bebieron los tres niños en el horno de fuego, aunque el perseguidor no hubiese derramado su sangre.
Lo que añade: Pero el sentarse a mi diestra o a mi izquierda no es cosa mía el dároslo, sino que es de aquellos para quienes está preparado por mi Padre, se ha de entender de este modo: que el Reino de los cielos no es del que lo da, sino más bien del que lo recibe. Pues no hay ante Dios acepción de personas; mas el que se conduce de tal suerte que se haga digno del reino de los cielos, éste recibirá lo que se ha preparado no para la persona, sino para la vida. Por tanto, no se dicen los nombres de los que habrán de tener asientos en el reino de los cielos; no sea que, al mencionar a unos pocos, los demás se juzguen excluidos. Si sois de tal condición que (merezcáis con vuestros méritos) el Reino de los cielos que mi Padre preparó para los que triunfan y vencen, entonces se os dará. Además, no es cosa mía dároslo, sino que es para los que está preparando. Como si dijese: Eso no es de mi competencia, darlo a los soberbios. Pues a la sazón aún lo eran. Mas, si lo queréis obtener, no seáis lo que sois. Está preparado para otros, por tanto sed otros y os estará preparado. ¿Qué quiere decir sed otros?. Antes humillaros vosotros, que ahora queréis ser exaltados.
Y al oírlos los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Los otros diez Apóstoles no se indignaron contra la madre de los hijos del Zebedeo, ni achacan a la mujer la audacia de la petición, sino contra los hijos, porque ignorando su verdadera valía se habían excedido en su desordenada ambición. Por lo cual el Señor les dijo: No sabéis lo que pedís. Como pues aquéllos pidieron según la carne, así éstos se entristecieron según la carne. Pues así como, si aquéllos hubiesen discurrido espiritualmente no hubiesen podido estar por encima de todos, así éstos si hubiesen comprendido espiritualmente, no se entristecerían de que hubiera alguno primero que ellos. Pues si en verdad es vituperable querer estar por encima de todos, en cambio el sufrir que otro esté por encima de uno es muy glorioso.
Jesús, pues, los llamó junto a sí y les dijo: Sabéis que los príncipes de los gentiles ejercen su dominio sobre ellos, y los que son más, ejercen sobre ellos su poder. El Maestro, humilde y benigno, no les avergonzó como excesivamente ambiciosos a los dos que pidieron, ni tampoco a los restantes los recriminó por su indignación y envidia. Mas puso un ejemplo tal, que muestra que es el mayor el que quiere ser el menor, y que se convierte en señor el que quiere ser siervo de todos.
En vano, pues, aquéllos piden honores excesivos y éstos se indignan contra su mayor ambición; puesto que a la cumbre de las virtudes no se llega por poder, sino por humildad. Por tanto, entendemos por estas palabras del Señor que por la humildad se llega al cielo; por la sencillez se entra en el cielo.
Todo el que desee llegar a las alturas de la divinidad, camine por las profundidades de la humildad. El que quiera aventajar al hermano en el reino, que primero le aventaje en la obediencia. Finalmente, les pone a la vista el ejemplo, para que si no hacían caso de sus dichos se sonrojasen ante sus obras, y les dice; «El hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir». Y debemos tener en cuenta que el que vino a servir se llama el hijo del hombre. «Y que da su alma en redención de muchos».
Dijo aquí alma en lugar de cuerpo, lo mismo que llamó alma al cuerpo en la pasión al decir: «Triste está mi alma hasta la muerte». Y en otro lugar: «Tengo potestad de deponer mi alma y de volver a tomarla». Abandonó el Señor su cuerpo en la pasión y lo volvió a recobrar en la resurrección. Dio su alma cuando tomó la forma de siervo, para derramar su sangre por el mundo. Dio su alma en redención por muchos, cuando envió la redención a su pueblo y confirmó su testamento por toda la eternidad, el que dio su vida por sus ovejas y se dignó morir por su rebaño y no dijo que daba su alma por todos, sino por muchos, esto es, por todos los que quisieran creer. El mismo, pues, que se dio a sí mismo y no otro precio por nosotros miserables, Jesucristo nuestro Señor haga que nosotros gocemos conjuntamente en su reino, cuyo reino e imperio permanezca hasta el fin por los siglos de los siglos. Amén.
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